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El cuidado por los detalles resulta fundamental a la hora de poder disfrutar de vinos de calidad. Pero este cuidado no termina con el buen hacer de las bodegas. Como consumidores, debemos seguir cuidando el vino para poder disfrutar de él en las mejores condiciones y tener la oportunidad de apreciar toda su riqueza de matices de aromas, sabores y colores. Así, tendremos que guardar nuestro vino de manera adecuada, preservándolo de la luz, de los cambios de temperatura, de los olores fuertes, etc. Y en la misma dirección, debemos cuidar también la forma en la que lo servimos, ya que un mal servicio puede arruinar un magnífico vino.
La temperatura a la que servimos el vino es uno de los factores más importantes que debemos cuidar para tener una experiencia satisfactoria. Y llegados a este punto, cada vino tiene unas necesidades particulares de temperatura de servicio para poder expresar todas sus virtudes en condiciones óptimas. Por eso, hoy vamos a aprender a qué temperatura servir cada vino: tintos, blancos, rosados, espumosos… ¿Comenzamos?
Como decimos, la temperatura de servicio del vino afecta a sus características organolépticas. O mejor dicho, la temperatura del vino afecta a la manera en la que nosotros percibimos sus características. El vino es un alimento que experimentamos a través de nuestros sentidos: la vista, el gusto, el olfato, el tacto… Y la temperatura también la percibimos de forma sensorial, por lo que las características del vino y la temperatura de servicio deben alinearse correctamente de manera que se potencien las virtudes del vino y no haya interferencias. Así, el cuerpo, la intensidad aromática, la crianza, el frescor, el grado de azúcar, la tanicidad o el grado alcohólico de un vino, van a ser claves para determinar su temperatura óptima de consumo.
De forma general, podemos decir que las bajas temperaturas hacen menos perceptibles el dulzor de un vino, al mismo tiempo que potencian la percepción de su acidez y de la aspereza de sus taninos.
En cambio, las temperaturas más elevadas aumentan la percepción de la graduación alcohólica del vino, dan sensación de mayor cuerpo, suavizan los taninos y permiten el desarrollo de aromas más complejos.
La clave es que la temperatura vaya a favor de las cualidades del vino y no al contrario. Así, un vino blanco dulce, servido a demasiada temperatura, puede resultar aún más dulce y presentarse como demasiado empalagoso. De la misma manera, un vino tinto joven con taninos bien marcados, servido demasiado frío, puede resultar excesivamente áspero y ácido. En el equilibrio, una vez más, encontraremos el punto óptimo para disfrutar del vino.
En función de lo anterior, y aunque ya sabemos que cada vino es un mundo y que cada cual tiene sus propios gustos, podemos extraer una serie de reglas generales para servir el vino a la temperatura ideal en función de las tipologías de vinos más comunes. Estas temperaturas se situarán dentro de una horquilla entre los 5 °C y los 20 °C, fuera de la cual no se recomienda servir la mayoría de los vinos.
Como vemos, cada tipo de vino tiene una temperatura óptima de servicio. Atrás quedan viejos mitos como que los blancos se sirven fríos y los tintos a temperatura ambiente, ya que, como hemos visto, esta reducción no tiene en cuenta las características y necesidades propias de cada vino. Sin embargo, decidir la temperatura de servicio no es nada complicado, ya que en la etiqueta trasera de cada botella de vino suele venir indicada la temperatura recomendada para su consumo. Por nuestra parte, solo necesitaremos ser previsores y refrigerar nuestros vinos con tiempo para evitar los cambios de temperatura bruscos. Y, ahora sí, ¡a brindar y a disfrutar del vino a su temperatura ideal!
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